sábado, 2 de enero de 2010

Café Bar

Uriel busca sentarse en un café, busca un equivalente del bar, busca pertenecer al espacio urbano.

Ve una ilustración de una taza de café en un centro comercial y se queda observándola.

- Estoy viejo – piensa. - Me saltan a la vista cosas que a muchísima gente no le dicen nada. Ese humo del café arreglado por computadora, esos brillos de la taza no fotografiados sino photoshopeados.- Y sin embargo mira el cartel con la taza descomunal y no se puede mover. Cómo le gustaba, allá, cuando todavía no era Uriel Bar Lev, tomarse un cafecito al mostrador sólo para rodearse de esa atmósfera, oir los tac tac tac del tipo que carga el filtro en la máquina moledora y después lo ajusta a la express; luego el fshhhhh del café que se hace en tres segundos y si lo pediste cortado el phuuuushh de la jarrita con apenas leche que se espuma en el cañito de vapor de agua.

La señora que vende café y helados y globos y refrescos y lotería en el centro comercial, justito al lado de la escalera mecánica, también tiene una máquina express. En la parte de arriba, donde en el terruño sabía ver las tacitas blancas dadas vuelta que se mantienen siempre tibias, la rubia entubada en un jean que le hace pensar a Bar Lev la consigna Liberar a los oprimidos tiene esas tazas de vidrio standard pero no standard de bar, sino las mismas que él tiene en su casa porque son las más baratas.

Pide un capuchino y se pregunta cómo logrará la entubada preparárselo con esa decena de uñas decoradas que dificultan cualquier tarea manual. La rubia está muy canchera y le sirve el pedido en vaso de cartón encerado. -No me preguntó si lo tomo acá o me lo llevo– se enojó Uriel, pero para la chacinada mujer la pregunta es ridícula. Echa azúcar y revuelve con un palito de plástico.

Cuando le servían el feca, le traían un vasito de agua y varias veces un ¿cómo se llamaba, la pucha, el coso ese con forma de tetita que me tragaba en un segundo? Siempre tenían un delantal o algún uniforme, los gallegos eran muy prolijos en ese aspecto. Le agregaba mística, respeto al gremio. Ninguno tenía uñas esculpidas y si les sobraban carnes no las andaban embutiendo en ropas, había una dignidad.

Las veces que sabían prepararlo Uriel lo saboreaba amargo, recuerda mientras vacía el tercer tubito de azúcar en el brebaje para poder pasarlo.

Amarettis, se llamaban.



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